Martín Giurfa y la idea de hogar

El investigador de la cognición de insectos ha hecho su trabajo en varios continentes, pero Argentina nunca está lejos de su mente.

Portrait of insect-cognition researcher Martin Giurfa.
El maestro del Sperrmüll: Giurfa ha adaptado la práctica alemana de abandonar bienes no deseados para que otros los lleven, para así ayudar a equipar laboratorios en Argentina.
Photography by Ana Cuba / Courtesy of Frank Weber

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En 1990, cuando Martín Giurfa llegó a Freiburg, Alemania, vio que la gente hacía algo que nunca había visto. Una vez al mes sacaban a la calle todo aquello que ya no querían y cualquiera lo podía tomar. Llamaban esta tradición Sperrmüll. Mientras caminaban en la mañana por las calles de Alemania, Giurfa, su esposa y otros amigos argentinos vieron televisores, lavadoras y refrigeradores, dice, todo en la calle. Una vez encontraron una olla de presión que se llevaron a casa.

Giurfa y su esposa, Gabriela de Brito Sánchez quien también es bióloga, aprovecharon el Sperrmüll para equipar su casa. Giurfa había migrado de Argentina a Alemania para hacer una estancia postdoctoral en el laboratorio del renombrado científico Randolf Menzel. Escuchó de esta tradición antes de llegar, pero al verlo en persona entendió que Alemania era una sociedad de ricos en la que la gente compraba cosas nuevas y simplemente tiraba lo que ya no servía.

A Giurfa lo sorprendió ver una dinámica similar en los laboratorios en los que trabajaba. Sus colegas alemanes tiraban equipo que, aunque desactualizado, era perfectamente funcional – cosas que en Argentina hubieran soñado tener, dice. Era difícil ver que todo se fuera a la basura.

Eventualmente, Giurfa se unió a un grupo de científicos argentinos en Alemania que habían formado una especie de sperrmüll alternativo. Tomaban computadoras o equipos pequeños usados, pero en buenas condiciones y los enviaban a Argentina para los científicos de allá.

En el futuro, Giurfa sembraría las bases para entender de forma diferente las capacidades cognitivas de las abejas. Sus hallazgos serían “revolucionarios” y “conducirían al campo de la inteligencia de los insectos en una nueva dirección”, dice Lars Chittka, quien era estudiante doctoral en el laboratorio de Menzel cuando Giurfa trabajaba ahí y es ahora Profesor de Fisiología en la Universidad Queen Mary en Londres. Pero, en esos primeros años, Giurfa era sólo otro joven investigador que había salido de Argentina en busca de retos científicos sin dejar de pensar en su hogar.

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a verdad es que Martín Giurfa no es argentino de nacimiento. Su madre argentina –“cabeza dura y luchadora”, dice – se casó con un peruano y lo siguió a Lima donde Giurfa nació y creció. Su padre se fue cuando él sólo tenía dos años, pero su mamá se negó a volver a Argentina, quería ser más independiente. En cambio, encontró un trabajo en un banco e inscribió a su hijo a una escuela privada francesa que le permitiría criarse bilingüe. También lo inscribió en todo lo que se le ocurría para alimentar su mente; clases de pintura, de idiomas, de música. Le dio “lo que en neurociencia llamamos environmental enrichment”, dice Giurfa.

Martin Giurfa stands in a room with several acoustic guitars.
Enviromental Enrichment: la madre argentina de Guifra lo envió a una escuela privada francesa para hacerlo bilingüe y lo inscribió en cualquier cosa que ella pensara que alimentaría su mente: pintura, idiomas, clases de música.

Porque ligaba Perú al padre que lo abandonó, Giurfa rechazó su país de nacimiento los primeros años de su vida y siempre planeó irse. Pero crecer en Perú tenía sus ventajas. En ese entonces, un viaje corto en carro bastaba para llegar desde Lima a la playa o las montañas, lo que le permitió estar en contacto con la naturaleza y con los insectos que tanto le fascinaban. “Los biólogos llegan por diferentes caminos a la biología”, dice, “algunos como yo llegan porque son amantes de los bichos”.

De cualquier forma, su madre constantemente le recordaba que era argentino. Le compraba comics y revistas de deportivas y lo enviaba un par de veces al año a visitar a su tío y su familia extendida. Cuando Giurfa era chico, Argentina se sentía como una especie de tierra prometida. Tienes que ir ahí un día, le decía su madre, ese es nuestro lugar en el mundo.

Pero cuando se mudó a Argentina en 1980 para estudiar la licenciatura en biología, el país no era el paraíso que se había imaginado.  Argentina llevaba casi cinco años bajo una dictadura militar. Los soldados vigilaban la entrada a la universidad e inspeccionaban las mochilas de los estudiantes al llegar. No había actividades estudiantiles en los pasillos y te metías en problemas por algo tan simple como tocar la guitarra en el patio de la escuela, dice Giurfa.

La universidad también se había convertido en un campo ideológico de batalla. Los profesores del departamento de biología negaban la teoría de la evolución, el nuevo gobierno había lapidado los cupos para estudiantes y transformado radicalmente los planes de estudio de las carreras de humanidades. También era físicamente peligroso. Entre 1976 y 1983 – los años de la dictadura militar – más de 600 estudiantes de la universidad de Giurfa desaparecieron, alrededor de 60 de ellos asistían a la misma facultad que él.

Quizás porque había crecido en otro país y era no era consciente del peligro, dice, Giurfa se convirtió en líder del movimiento estudiantil clandestino. Él y sus amigos universitarios organizaban protestas y grafiteaban paredes – actividades por las que se arriesgaban a un arresto o incluso a la muerte. “Ahora pienso en lo inconsciente que era”, dice Giurfa.

Cientos de científicos dejaron Argentina durante la dictadura militar y los años anteriores, pero cuando el régimen militar cayó en 1983, algunos regresaron. Uno de ellos, un prestigioso neurobiólogo llamado Héctor Maldonado, quería transformar el departamento de biología y sus áreas de estudio, que en ese entonces tenía sólo dos ramas; botánica y zoología. Con la ayuda de otros profesores que acababan de volver, Maldonado estableció cursos de microbiología, ecología, biología molecular, biología celular y evolución. Como estudiante, Giurfa estaba fascinado con la transformación de su escuela. De repente, podía aprender sobre todos estos nuevos campos. El nuevo acceso a conocimiento era “alucinante” y le “voló la cabeza”, dice.

Giurfa, recién electo presidente de los estudiantes de biología, trabajó de cerca de Maldonado para impulsar algunos de estos cambios. Antes de esto, había aprendido que los científicos debían estar en una “torre de cristal” enfocados en su investigación y en nada más, dice. Trabajar con Maldonado le permitió entender que no tenía que ser así. Años después, Giurfa escribiría que de Maldonado aprendió que “la mejor ciencia, la ciencia de excelencia, no está peleada con el compromiso”.

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n 1990, Giurfa terminó su doctorado en biología en Buenos Aires, en el que se enfocó en cognición de insectos. Durante el doctorado, Josué Núñez, un neurobiólogo que también había regresado del exilio, se convirtió en mentor de Giurfa y lo impulsó a publicar en revistas internacionales, algo que no se acostumbraba en Argentina en ese tiempo. Publicar en revistas como Journal of Insect Physiology, lo puso en el radar de Randolf Menzel, el nombre más importante en neurociencia de insectos en 40 años, dice Jean-Christophe Sandoz, neurocientífico en la Universidad de Paris Saint-Claire y aprendiz de Giurfa. Cuando Menzel invitó a Giurfa a trabajar con él a Alemania fue como pasar de jugar fútbol en un equipo de tercera división y ser invitado a jugar en la Champions con el Bayern Munich o el Manchester City, dice Giurfa.

Al principio le costó encajar. La cultura alemana se sentía muy acartonada y era lo contrario a la cultura latinoamericana en la que creció. Se sentía fuera de lugar y Alemania no era exactamente un sitio acogedor para extranjeros. Más de una vez, encontró su buzón de correo – el único con un apellido no alemán – pateado y abollado. Eventualmente aprendió que podía evitarlo escribiendo “Dr.” antes de su apellido.

Giurfa también se sentía como un extraño en el laboratorio. Por ejemplo, nunca había visto las computadoras con las que sus compañeros se sentían tan cómodos trabajando. Y el laboratorio era muy competitivo; sus colegas parecían preferir trabajar solos. Después de un tiempo descubrió que si les ofrecía ayuda podía contribuir a crear un ambiente más cooperativo. Una característica que Menzel reconoce. “No sólo se enfoca en sí mismo, más bien voltea a ver a otros y utiliza su conocimiento para ayudar a los demás”, dice.

Giurfa quería hacer sus propias preguntas de investigación. La mayoría de quienes estaban en el laboratorio ya sea como estudiantes de doctorado o en estancias postdoctorales, tenían asignado algún proyecto diseñado para contribuir a la investigación de Menzel, dice Chittka, pero Giurfa era diferente. Él quería entender “¿Qué era posible aprender con diminutos cerebros de abejas? ¿Cuál era el circuito mínimo que permitiría comportamiento inteligente?”.

Con el respaldo de Menzel, Giurfa exploró la capacidad de las abejas para diferenciar estímulos visuales simétricos. Primero, les mostró a algunas abejas figuras simétricas y asimétricas, y puso azúcar sólo en aquellas que eran simétricas. Cuando les presentó a las abejas otra serie de figuras, habían aprendido a buscar la recompensa en las figuras simétricas. Giurfa y su equipo también hicieron el experimento al revés; con azúcar sólo en las figuras asimétricas. Las abejas aprendieron eso también. El experimento demostró que las abejas no sólo aprenden reglas, sino categorizan objetos que no tienen nada en común más que su simetría – una capacidad que para entonces sólo se había demostrado en humanos, delfines y monos.

Años después, Giurfa condujo un experimento en el que las abejas veían un estímulo visual – un color o patrón – fuera de un laberinto y recibían una gota de azúcar si buscaban el mismo estímulo dentro del laberinto. El estímulo cambiaba constantemente y no era suficiente que las abejas asociaran el estímulo con la recompensa; debían aprender la regla y recordar el patrón. También lo hicieron. Los resultados de este experimento se volvieron emblemáticos en su campo.

Photograph of one of Martin Miurfa's lab members tending beehives on a rooftop of the Sorbonne in Paris.
En el colmenar: un miembro del laboratorio de Giurfa cuida una colmena en lo alto del techo de un edificio en la Universidad de la Sorbona.

Recientemente, Giurfa publicó un artículo que mostraba que, después de ser entrenadas para asociar números con recompensas, las abejas pueden ordenar números de izquierda a derecha según su magnitud. La investigación generó desacuerdos entre sus colegas, pero este tipo de respuesta no fue nada nuevo. Chittka dice que algunos de los descubrimientos tempranos de Giurfa fueron tan sorprendentes que otros investigadores no los creyeron al principio, y Giurfa recuerda que fue cuestionado por investigadores más grandes que él. “Pero uno siguió adelante,” dice.

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n 2001, después de diez años productivos en el laboratorio de Menzel, Giurfa recibió una oferta para crear un nuevo centro de investigación en Toulouse, Francia. La primera vez que visitó Toulouse, presenció como una señora de la tercera edad le gritaba y pegaba con su bastón a un chofer de autobús por casi irse sin ella. El intercambio le recordó a Latinoamérica de una manera en la que Alemania nunca lo hizo. “Volví a la Argentina,” recuerda que pensó. Para ese entonces, él y su esposa tenían ya dos hijas, y creían que Francia les sentaría bien.

En Toulouse, Giurfa desarrolló varios experimentos que mostraron la riqueza en los niveles cognitivos de las abejas, afirma Menzel. Además, mostró correlaciones entre estímulos olfativos y sus patrones de actividad neuronal. Y usando sus habilidades para la colaboración, Giurfa construyó un nuevo instituto enfocado en estudiar los mecanismos del proceso cognitivo en diferentes animales. El cargo requería coordinar investigadores de distintas disciplinas y con distintos niveles de expertise, pero ese trabajo era perfecto para Giurfa. “Siempre ha querido sacar lo mejor de la gente,” dice Sandoz.

Una vez que el consolidado el instituto, Giurfa aceptó una oferta en la Universidad Sorbona donde lo contrataron como profesor “de clase excepcional”, el rango más alto en el sistema académico francés.

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n 2013, Giurfa recibió el premio Raíces, un reconocimiento que otorga el Senado de la Nación Argentina a aquellos investigadores que, a pesar de vivir en el extranjero, trabajan para fortalecer la ciencia en Argentina. Y él sigue pensando en sus raíces.

Giurfa ha logrado crear una su propio tipo de sperrmüll. Cada que visita Argentina empaca en su maleta reactivos o pequeños equipos, como data loggers, que distribuye a otros neurocientíficos en su país. Gabriela de Brito Sánchez hace lo mismo. Walter Farina, un neurocientífico en Buenos Aires y un viejo amigo de la pareja, ha sido beneficiario directo de esta práctica. Él y De Brito Sánchez están estudiando las vías nerviosas asociados con la atención y motivación en las abejas. De Brito Sánchez lleva los reactivos y “nosotros hacemos los ensayos aquí,” dice Farina.

Giurfa y De Brito Sánchez no son los únicos que hacen esto. La ubicación geográfica de Argentina, sus restricciones regulatorias y su altísima inflación – de más de 200 porciento el año pasado – hacen que conseguir insumos para investigación sea caro y difícil. Cuando José Duhart, un neurocientífico del comportamiento en el Instituto Leloir en Buenos Aires, volvió de su postdoctorado en Filadelfia, empacó en su maleta varios tubos con parejas de distintas especies de mosca Drosophila – y su larva. Y cuando Pedro Bekinschtein, un neurobiólogo del Instituto de Neurociencias Cognitivas y Translacionales (parte de fundación INECO) en Buenos Aires, volvió de una estancia de investigación en Brasil, trajo cerebros de ratas envueltos en hielo seco para continuar con sus experimentos en casa.

Pero los problemas que antes enfrentaban los científicos argentinos no son nada comparado con lo que viven ahora, dice Bekinshchtein. En abril, miles de argentinos protestaron por los recortes gubernamentales a la ciencia y educación. El nuevo gobierno no había actualizado los presupuestos universitarios para compensar la inflación. El Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas – CONICET  – no había depositado los subsidios a los científicos que habían ganado financiamiento en diciembre del año pasado, dice Farina. Haydee Viola, una neurobióloga en la Universidad de Buenos Aires, con la que trabaja Giurfa para transferir modelos de memoria a vertebrados, ha utilizado su propio dinero para pagar el alimento de sus ratas de laboratorio.

A Giurfa le preocupa que las políticas del gobierno argentino generen una especie de “éxodo masivo” parecido al que trajo la dictadura de Videla cuando él era estudiante.  Farina dice que ya está sucediendo. El año pasado 1900 investigadores jóvenes solicitaron formar parte del sistema científico argentino. Este año, ese número cayó a 1300. “Eso quiere decir que hay 600 que directamente desistieron o un porcentaje que decidieron buscar otros rumbos” dice Farina. “Nuevamente hay que repensar si la vida en Argentina como científico y académico tiene sentido”.

El hogar puede ser una idea difusa para Giurfa; ha vivido en Perú, Argentina, Alemania y ahora Francia, de donde se volvió ciudadano en 2016. Ama el país y se siente feliz con su vida personal de una manera en la que nunca se sintió en Alemania, pero sigue pensando en Argentina. Cada mañana lee el periódico argentino antes que el francés, y aunque sus dos hijas crecieron en Europa, una vive en Argentina y la otra alterna entre Argentina y México.

La madre de Giurfa volvió en 1986 a los brazos de su familia. Murió hace dos años en Buenos Aires, tenía 98 años. Y Giurfa también planea regresar a Argentina, o al menos a Latinoamérica, de forma permanente. “Las raíces de uno están ahí. Esas son innegables”, dice “uno no es un ‘desraizado, ¿no?’. Uno tiene cultura, afectos, apegos, formas de hablar, formas de ser. Esos no se borran”.

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